Las noches son largas y las emisoras de radio no se devanan mucho los sesos para complacer a los pocos oyentes nocturnos que tienen; salvo honrosas repeticiones de sus programas diurnos - que disfruto-, la mayor parte es el propio público oyente el que saca adelante las emisiones: llamadas y llamadas de panaderos, repartidores de prensa, transportistas que pasan la noche trabajando para que todos tengamos lo necesario y a punto a la mañana siguiente y encuentran un hueco para contarles a todo el que quiera oírlos "cómo ponen las calles" durante la madrugada; aquellos que deben llamar para adivinar una canción con más revoluciones de lo que la mente puede digerir; la abogada que soluciona en dos minutos el problema jurídico de todo el que llama; y un largo etcétera. Pues bien, esta noche, un programa radiofónico solicitaba las llamadas de aquellos que en su niñez o juventud tuvieron un taller de referencia en sus vidas: aquél que se acercaba a la salida del colegio al taller mecánico de su tío y disfrutaba viendo la maestría con la que cambiaban piezas en las tripas de los vehículos y recordaba con añoranza las broncas de su madre a la llegada a casa con grasa hasta en las orejas; o también, o señor mayor que heredó de su padre y éste de su abuelo (Gutemberg, ¿quizás?) un taller de artes gráficas pequeño, al que él consiguió dar una proyección internacional y así se sucedían los relatos de talleres uno tras otro durante dos horas; por lo menos eso era lo programado, porque me aburrí y al cuarto taller apagué el "transistor".
A continuación, giré al lado derecho de la cama y se gestó la idea de esta entrada del blog. Comencé a dar vueltas a la cabeza, pensando en lo poco que yo sabía de mis abuelos: de la materna, la "abue" -la persona más buena que en el mundo haya podido existir-, un poco más, porque conviví con ella, aunque no era muy proclive a contar viejas batallas (parece que fue la consigna de todo el que pasó la guerra: procurar olvidar); pero de los paternos,...: que mi abuela Pilar, nacida en Martos (Jaen), se quedó viuda muy joven con dos hijos pequeños y se dedicó a coser para sacarlos adelante. Muy poco para describir toda una vida. Por todo ello, voy a intentar que no les ocurra lo mismo a las generaciones por venir de esta familia. Debemos intentar conseguir, entre todos, que los nietos y biznietos de Inés o Luquitas, i.e., estén orgullosos de sus genética.
Y aquí estoy, el día después, sentada delante del ordenador, dispuesta a hablarles de mi TALLER de referencia.
Un TALLER, así, con mayúsculas; porque lo mío fue un TALLER con letras capitales. En un taller me crié y en un taller fui feliz hasta alcanzar la adolescencia y terminar los estudios secundarios, momento en que las cosas se complicaron, pues mis "queridísimos padres" pretendían que yo fuera la digna heredera del negocio: "no te puede tocar mayor lotería que ser tu propio jefe" me repetía mi padre una y otra vez; pero a mis catorce años recién cumplidos, mis sueños estaban lejos de aquel negocio. "¿Qué hacemos con esta niña?" les escuchaba preguntarse uno al otro.
El remedio momentáneo al problema de "qué hacer con la niña" vino de la mano de una hermana de mi padre y su marido, que cruzaron "el charco" para visitar a la familia, aprovechando la celebración de las Olimpiadas del 68 en la capital azteca. Mis tíos aportaron la solución: "mandadla a Madrid a estudiar un año interna; nosotros la vigilaremos de cerca", prometieron. "Veréis como cuando vuelva, ve las cosas de otra manera". ¡Sí, por qué no!, seguro que se dirían, atisbando un porvenir halagüeño con la mayor de sus hijos
Me buscaron un colegio de élite en Madrid, en Puerta de Hierro y allí que fuí a parar a principios de enero del 69, con mi uniforme de gala, el de diario, el de verano, el de invierno, el abrigo, el sombrero, el chandal, cubiertos de plata y un largo etcétera de enseres necesarios para"estudiar", no un curso reglado, sino asignaturas que me permitieran ser "una niña bien". Sin saber muy bien en qué consistiría aquello, volé a los Madriles y un día, no recuerdo cuál del mes de enero, respiré profundamente y atravesé aquella edificación de piedra rodeada de árboles que sería mi casa durante un curso escolar -Santa María del Camino-. Me gustó. Disfruté,... y mucho.
A mi vuelta, mis padres constataron con tristeza que el problema seguía latente, no me gustaba estar en la tienda. La convivencia comenzó a enrarecerse hasta que opté por dar un giro a mi vida que contentase a todas las partes - eso sí, de estudiar medicina que era lo que en aquel momento me seducía, ni hablar- (creo que fue una de las decenas de carreras que soñaba con estudiar, lo cual dice mucho sobre,... que "vocación", lo que se dice "vocación" no tenía de ningún oficio en concreto). Me convertí en una secretaria y me jubilé siendo secretaria, cuarenta y ocho años más tarde. ¡Emocionante! ¿verdad?
Pero volvamos al taller. Conocéis, si habéis leído la entrada que dió vida a este blog, que la yayita Angelines y el papón -o sea, mis progenitores- se establecieron en la Ciudad de México (D.F. por aquellas fechas) allá por el año 1950 y en diciembre del 52 nací yo. Para Angelines, imagino, en un país extranjero, la casa, la compra, la cocina -que nunca fue su fuerte-, un marido que no encontraba la hora de dejar sus obligaciones del día y volver al hogar, ... y una niña, que vino a completar el cuadro de la mujer prototipo de aquella época, debió resultarle algo corto para su inquieto espíritu. Hizo acopio de todas sus artes de persuasión y convenció al papón de embarcarse en un negocio (tarea que no debió ser baladí). El negocio en cuestión se trató de un TALLER DE AUTE COUTURE, en la primera planta, y una BOUTIQUE con PRET A PORTER, que empezaba a estar de moda, en la planta calle. Todo muy chic, muy francés, que era lo que prevalecía en el mundo de la moda. Y el nombre, ... RANGO, palabra también de procedencia francesa, en un rótulo rojo con letra rococó.
Un local, en la calle Horacio de la elegante colonia Polanco, parecía el sitio perfecto para despegar, aunque faltaba quien sería el alma materdel negocio, la modista. Nunca lo confirmé, pero creo que el orden de los factores fue justo al contrario y la idea surgió contando con quién sería la artista del "cotarro": Tina, una amiga de mi tía Carmún, que vivía enMadrid, había sido nada más y nada menos que cortadora de Pertegaz (convencerla y embarcarla para México todo fue uno). Ya se disponía de todos los ingredientes para asegurar el éxito.
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Tina |
Éxito que llegó, ya lo creo que llegó; lo más granado de las féminas de la sociedad mexicana y la colonia española pasaron por aquella boutique. La yayita, de una manera magistral y con su diplomacia innata y don de gentes, se metió a aquel público en el bolsillo. Y Tina, con esas manos privilegiadas se convirtió en un referente del buen vestir en el país.
Yo era muy pequeña, pero recuerdo como si fuera ayer, el día en que fuimos a recoger a Tina al Puerto Aéreo Central de la Ciudad de México; una señorita guapísima, alta -muy alta-, con un traje de príncipe de gales que cubría un cuerpo de modelo espectacular y una sonrisa permanente en la cara, que enganchaba a todo el que la trataba. Hicimos muy buenas "migas" desde el principio.
¡Todo listo! La tienda quedó espléndida: un gran escaparate; una jardinera de obra con grandes plantas, una de sus paredes cubierta de piedra volcánica, un mostrador y cómodos sillones donde las clientelas pasaban horas mirando "figurines" con la moda parisina y madrileña o charlando con Angelines. Al fondo, un probador con un espejo que ocupaba toda su pared izquierda y un pequeño baño. Una escalera volada, con escalones forrados de moqueta permitía acceder al taller. ¡Mi reino! Telas, de todos los colores y texturas, una máquina de coser Singer; dos grandes mesas: una para cortar y la otra de apoyo para las costureras. Curiosamente, de mayor me rebelaba ante la idea de coser para grandes señoras, pero de pequeña, mi gran pasión era hacer ropita a mis muñecas: la Mariquita Pérez que me mandó mi abuela Pilar desde España por un cumpleaños y la Barbie, algunos años después.

Fuí feliz entre trapos durante años. Angelines ayudaba en el taller cuando sus obligaciones diplomáticas se lo permitían y completaban el plantel Esperanza, Paquita y Cata, tres mexicanas de raza que me trataban como una reina. "Mira, Nines, te he traído chilaquiles", me sorprendía muy a menudo Espe (para ilustrar al lector, comentar que en casa siempre se comió comida española y a mí me chiflaba degustar esas exquisiteces autóctonas).
No solamente me pasaba horas cosiendo para mis muñecas, sino que anhelaba que me dejasen echar una mano; preguntaba a Tina, a menudo, "¿puedo ayudar en algo?" y cuando me contestaba "¿tienes las manos limpias?" y contestaba que sí, emocionada; concluía "ráscame los piés". Nunca me dejaban ayudar. Como mucho, en ocasiones, me proporcionaban un imán muy grande y mi función consistía en ir pasándolo a lo largo de las juntas de entre tablones y recuperar alfileres.
Disfrutaba viendo por una esquinita del probador, las pruebas a las clientas y me maravillaba cómo aquella tela terminaba siendo un pieza digna de una reina, en manos de Tina. Me dicen, ni siquiera lo recuerdo, que subía aquellas escaleras corriendo a radiar las solicitudes de cada señora: "¡la monda, ahora quiere una flor!"
Yo gozaba en la tienda, pero las clientas parecían no creérselo. "Pobre niña, aquí encerrada todo el día", "déjamela que me la lleve mañana a casa y se distraiga en el jardín con los pollitos" y al día siguiente me recogía, me llevaba a su mansión y muchísimo antes de lo programado, yo había vuelto a la tienda, con una buena reprimenda de mi madre por haber bañado y tendido al sol a los pollos por las patas. Con los años no debía de mejorar "el asunto"; doña Carmen, una clienta con un "casoplón " (no me critiqueis que el palabro ya está aceptado por la RAE) que se contaba por "cuadras", se empeñó en que me iba a enseñar a hacer tarta de manzana; para ello, tenía que estar en su casa al día siguiente, no antes de las 11, con manzanas, levadura, huevos y azúcar!!!!!!! (¿lo pilláis?). O doña Blanquita, que convenció a mi madre para que su hija me diera clases de fonética inglesa,... El sacar a aquella niña de ese encierro debía de contar como indulgencia plenaria para todas aquellas almas caritativas, si no, no me lo explico.
En sus veinte años de vida, "la tienda" fue el verdadero motor de la existencia de Angelines y echar el cierre para venirse a España no debió de ser nada fácil; pero cuando la balanza de la vida te obliga a elegir entre el deber o tu satisfacción personal, hay que ser muy generoso -como lo fue ella- para elegir lo primero.
Hoy, mi taller de referencia es un recuerdo latente de mis mejores y mis peores momentos entorno a una niñez y una adolescencia no siempre bien encauzada.